Si tu perro tuviera, por ejemplo, una dolencia en una pata o una almohadilla herida ¿acaso le reprocharías el caminar despacio o el detenerse cada unos pocos metros? En estas situaciones somos sumamente comprensivos. No concebimos lo contrario.
Entendemos que no es que no quiera caminar más rápido, sino que, simplemente, no puede hacerlo.
Pero, ¿por que nos cuesta tanto verlo del mismo modo cuando la causa que limita o supera a nuestros perros no es de índole física, sino emocional?
¿Cuándo son arrastrados a reacciones exageradas o incómodas debido a su frustración, estrés, ansiedad, miedo o impulsividad?
A menudo pensamos que “no quiere” atendernos, que “no quiere” tranquilizarse, que “no quiere” cruzarse sin ladrar a ese otro perro, etc. Cuando la realidad no es que “no quiera”, sino que “no puede”.
Distinguir un “mi perro no quiere” de un “no puede” es la diferencia entre frustrarnos o empatizar con su situación.
Distinguir un “no quiere” de un “no puede” es el primer paso firme para que las próximas veces “si pueda”, para que comencemos a entrenar sus destrezas emocionales y, con ello, le ayudemos a sentirse más seguro de sí mismo, capaz y estable.